José David Ulloa Soto *
Una burbuja no es un error financiero. Es un reflejo emocional de cómo decidimos colectivamente.
En el siglo XVII, en los Países Bajos, un solo bulbo de tulipán llegó a costar lo mismo que un terreno. No era un tulipán mágico. Era el deseo y una histeria colectiva que convirtió una flor en un símbolo de riqueza, hasta que todo colapsó. A ese episodio se le conoció como la Tulipomanía, la primera burbuja especulativa moderna registrada. Cuatro siglos después, el mismo guion se ha repetido, aunque con nuevos disfraces: empresas punto.com, hipotecas, bitcoins, monos digitales con gafas NFTs. Y más cerca de casa, terrenos que suben de precio como si tuvieran petróleo debajo.
Una burbuja especulativa ocurre cuando el precio de un activo sube de forma desproporcionada respecto a su valor real, impulsado no por fundamentos sólidos, sino por expectativas exageradas, contagio emocional y la idea de que “esto nunca va a bajar”. Todos compran porque creen que otros seguirán comprando. Hasta que alguien se da cuenta de que el castillo era de aire… y la estampida comienza.
Lo fascinante —y perturbador— de las burbujas es que no se inflan con lógica, sino con emoción. La economía del comportamiento ya lo ha demostrado: actuamos bajo sesgos que distorsionan nuestra percepción. El efecto rebaño nos hace seguir la masa sin cuestionar. El FOMO—el miedo a quedarse por fuera—nos empuja a actuar rápido, sin investigar. El sesgo de confirmación nos lleva a ignorar señales de alerta si no encajan con lo que queremos creer. Y cuando ya invertimos, entra el efecto dotación: sobrevaloramos lo que tenemos solo porque es nuestro.
El caso de Bitcoin es ilustrativo: pasó de ser una herramienta para evadir bancos a convertirse en símbolo de libertad financiera. En 2021 superó los 69 mil dólares cada unidad. Un año después cayó por debajo de los 17 mil. Se evaporaron más de dos billones de dólares en el mercado cripto. ¿La explicación? La narrativa era más poderosa que el activo. Y eso se repite: lo que más vale en una burbuja no es el producto, sino la historia que se cuenta y en la era de los reels y los podcasts motivacionales, el ruido suena más fuerte que la evidencia.
Lo mismo pasó con los NFTs, activos digitales únicos que se vendían por cifras que harían llorar a cualquier artista plástico de verdad en el tiempo de la pandemia. Pero el precio era solo una ilusión sostenida por el hype. Cuando el mercado colapsó, muchos se quedaron con una imagen .jpg sin valor, pero con una gran lección: lo escaso no siempre es valioso, y lo digital no siempre es progreso.
¿Y Costa Rica? No solo fuimos espectadores. Aquí también se apostó fuerte: jóvenes endeudados para invertir en cripto, plataformas “educativas” que prometían libertad financiera en tres clics, grupos de Telegram donde se hablaba de “proyectos disruptivos”. Incluso figuras públicas y empresarios se subieron a la ola con más fe que criterio. Y mientras tanto, se cultivó una narrativa peligrosa: si no estás invirtiendo, estás perdiendo. Aunque no entiendas lo que estás comprando.
Pero el fenómeno no es solo digital. La burbuja también se ha trasladado al mundo físico: el mercado inmobiliario. En medio de la pandemia y pospandemia, vimos cómo el metro cuadrado en zonas rurales y urbanas comenzó a dispararse. Casas sin agua cotizan como si fueran villas en Marbella. Algunos proyectos inmobiliarios se venden con rendimientos que “se duplicarán en tres o cuatro años”. ¿Le suena familiar? Como en 2008 en Estados Unidos: créditos fáciles, euforia colectiva, y una creencia arraigada de que “la tierra nunca baja de valor”. Hasta que bajó… y se llevó consigo bancos, empleos, millones de sueños hipotecados y hasta a la economía global.
Hoy, Costa Rica enfrenta una situación donde muchos compran propiedades no por necesidad, sino por miedo a quedarse por fuera del negocio. Se construye para vender, no para habitar. Se invierte por moda, no por análisis. Y mientras tanto, los alquileres suben, aparecen torres de decenas de pisos de altura con precios en dólares, mientras la clase media hace malabares para no quedar atrapada en una burbuja que, si estalla, no será digital… será real.
Entonces, ¿qué hacemos con todo esto? Primero, entender que el problema no es la tecnología ni el mercado; el problema es nuestra relación con la expectativa de riqueza fácil. Cuando lo que nos guía es la emoción, todo activo se vuelve sospechoso. Segundo, enseñar economía en las aulas universitarias desde otro lugar: no basta con explicar tasas y balances. Hay que hablar de sesgos cognitivos, de contagio emocional, de cómo una narrativa bien vendida puede hacernos perder el juicio. Y tercero, desarrollar políticas que desincentiven la especulación desmedida y fortalezcan la educación financiera con enfoque crítico.
Porque si no aprendemos de estas burbujas, no es por falta de historia. Es por exceso de confianza. Y como ya hemos visto—del tulipán a la criptofiebre—esa es la materia prima favorita de los espejismos.
Las burbujas no avisan cuando van a estallar. Pero si aprendimos algo de la historia, es que cuando el metro cuadrado sube más rápido que los salarios, no estamos ante una inversión segura, sino ante una ilusión con fecha de vencimiento.
* Académico Programa de Posgrados de la Escuela de Administración-UNA