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Carlos, el luchador y optimista tenaz

Un día, Carlos llegó a la casa llorando. Su maestra en la escuela le había llamado la atención porque no llevó la tarea. Su excusa fue que su mamá no tuvo tiempo y olvidó meterle el cuaderno en el salveque. Con una mezcla de cariño y reprimenda, doña Reina le advirtió: “usted debe asumir su responsabilidad”. Desde ese momento, Carlos fue otro…

La disciplina y la entrega fueron cosa de todos los días, primero en la escuela, luego en el colegio y hasta en la universidad.

La historia de Carlos podría no ser excepcional si no estuviésemos hablando del mismo joven a quien a los ocho meses de edad se le diagnosticó una atrofia muscular espinal (AME), una “enfermedad rara” de origen genético, según lo detalló su familia.

Esta condición le limitó a Carlos el movimiento. Sin embargo, a cada obstáculo que se le presentaba, había una inyección de optimismo, nacida de una fuerza interior que contagiaba a propios y extraños. No doblegarse ante la adversidad fue la tarea que sí cumplió a cabalidad, esa por la que hoy se le puede considerar un ejemplo de vida.

Tanto así que, con todos los méritos, Carlos se graduó de la Universidad Nacional (UNA) con dos licenciaturas. Una en el 2021, en Administración con énfasis en Recursos Humanos, y la otra apenas en mayo del año pasado, también en Administración, con énfasis en Finanzas.

Lamentablemente, su vida se segó el pasado 8 de febrero. Al cabo de 28 años cumplidos, superó todas las expectativas médicas que al principio le daban apenas uno o un año y medio de vida. Esta es la historia familiar de un hogar compuesto por don Gerardo (papá), doña Reina (mamá) y Mariel (hermana, dos años mayor).

Primeros años

Don Gerardo trabajaba para la empresa Unimer, y en un trabajo especial que le encomendaron en Honduras, conoció a doña Reina, secretaria en aquel entonces. Verse era complicado y hablarse vía telefónica lo era aún más, ante lo caro que resultaba hacer llamadas internacionales, en la primera mitad de la década de los noventa.

No lo pensaron mucho para casarse y para que, a los meses, llegara al mundo Mariel, y dos años, después Carlos, el 7 de junio de 1995.

“Como a los seis meses de nacido Carlos, yo veía a otra sobrina que tiene la misma edad que él cómo podía mover sus piecitos, y mi hijo no, y en ese momento me preocupé y fue cuando le dije a Gerardo”, relata la madre.

Vivían en Honduras en aquel entonces y corrieron donde un médico, quien dio el diagnóstico de la enfermedad. Un remolino de emociones consternó a la familia y decidieron alistar maletas para instalarse definitivamente en Santo Domingo de Heredia, de manera que el pequeño Carlos, quien ya había cumplido su primer año, pudiese llevar el tratamiento aquí.

Con amor, ambos padres adaptaron su entorno y sus vidas para ofrecerle a Carlos la mayor calidad de vida posible. Fueron autodidactas, buscaron información ellos mismos de un lado y del otro, para ver de qué manera la situación de su hijo menor podría ir variando.

La atrofia no permite el desarrollo adecuado de los músculos y eso generaba un estado de vulnerabilidad que se traducía en visitas al Hospital Nacional de Niños, cada vez que lo asediaba una infección y cuando la función de respiratoria se convertía en todo un reto.

“Yo me lo llevaba a pasear a San José, me lo subía a los hombros y andaba feliz siempre viendo para todo lado. Hasta al trabajo lo llevé”, relata don Gerardo.

Los viajes a la playa lo apasionaban y más si se trataba de que lo enterraran en la arena. La familia trataba de llevarlo al menos dos veces al año y aquellos paseos implicaban una investigación previa, para asegurarse que el autobús en el que viajaban tuviese las condiciones para el traslado de la silla de ruedas que utilizaba. Al final, los regazos de ambos padres eran el lecho perfecto para que Carlos pudiera hacer el viaje…

La etapa del ingreso al sistema educativo, en la escuela Padre Benito Sáenz y Reyes, trajo consigo una intensa lucha de sus padres por asegurar el derecho a la educación de su hijo. “Ahí empezó la lucha, para hacer entender a profesores y maestros que la discapacidad de Carlos era motora nada más, su mente estaba perfecta y por eso más de un ‘pleitillo’ tuve para evitar que lo enviaran a un aula especial”, contó doña Reina.

Para ese momento, Carlos lograba permanecer sentado solo y escribía con las dos manos. Al ser una enfermedad degenerativa, aquellas capacidades se iban minando poco a poco. “Él no tenía fuerza, pero sí movimiento, luego ya solo podía escribir con una mano, ya no se sostenía sentado, se alimentaba con cuchara, pero luego ya no”, relató su hermana Mariel.

Por esas épocas, fue cuando la maestra le habló a doña Reina de la importancia de que no trataran de ayudarlo cuando él podía cumplir con sus obligaciones escolares. Carlos lo asumió con mucha propiedad, al punto de que se sinceró con su mamá el día que le dijo “es que sus resúmenes de la materia me confunden” y él mismo asumió la tarea de estudiar con independencia.

En todas las materias le iba bien, pero tenía predilección por matemáticas. El muchacho de la ‘eterna sonrisa´, que sabía cuándo callar, escuchar, opinar y escuchar, fue forjando su carácter. En el colegio Santa María de Guadalupe (Samagú), privilegió su mente y su memoria para obtener notas de excelencia.

Se graduó de secundaria y tuvo un bajón en su estado de ánimo. La llegada de la adolescencia, las capacidades físicas que iba perdiendo y la incertidumbre en su futuro le hizo tomarse un tiempo y reflexionar. Tomó las fuerzas internas necesarias y optó por tocar las puertas de la UNA, en la carrera de Administración.

En la familia, sonríen al afirmar que doña Reina también se graduó sin título de la U. Lo acompañaba a clases tres veces al día saliendo de la casa a las 7 a,m., y regresando a las 9 p.m.

“La UNA lo apoyó mucho, estando ya en clases requería asistencia y había unas muchachas que hacían horas de colaboración y lo trasladaban de una clase a la otra, le acomodaban las cosas que requería en su tablet, le habilitaron un espacio para que descansara en su hora de almuerzo y no tuviera que estar solo en la silla. Entrar a la Universidad Nacional fue la mejor decisión para él”, enfatizó Mariel.

Gustavo Vallejo fue su profesor de cursos de gerencia financiera y finanzas internacionales. Desde que lo conoció, manifestó la grata impresión que le dejó su desempeño académico y su don de gentes que lo llevó incluso a calificarlo como un gran motivador.

“Tuve una buena relación de amistad con él. Puedo decir que lo conocí desde hace unos ocho años. Tenía una filosofía muy positiva acerca de la vida. Era una persona muy proactiva también, le gustaba participar y siempre decía que sí cuando uno le encomendaba alguna tarea. Nunca olvidaré una charla que nos dio a los profesores de la Escuela y desde ese momento entendí que las limitaciones y las barreras nos las ponemos nosotros mismos. Carlos nos enseñó que esos límites no existen y que donde uno quiere llegar, llega”, contó su exprofesor de Administración.

Era amante de la pasta en todas sus variaciones y de los libros también. John Maxwell fue su autor preferido y sus temáticas predilectas iban en torno al coaching, la dinamización de grupos, administración de proyectos o salud ocupacional. En familia acostumbraban a ver series y fue así como Los Monster o Bonanza fueron parte de aquellas noches de tertulia y encuentro familiar.

Su fascinación giraba sobre los héroes de DC Comics o de Marvel, y por supuesto, de Star Wars. Le gustaba la música cristiana y de adoración y era amigo de la concordia y la conciliación. Sus últimos meses los dedicó a ser voluntario de la organización Mejoremos Costa Rica, coordinando con capacitadores que impartían charlas.

En la cama del hospital San Vicente de Paul todavía enviaba audios coordinando detalles de una de esas capacitaciones. Todavía, hasta ese último jueves, doña Reina tuvo que enviar un mensaje a la organización excusándolo de que por motivo de salud no los podría acompañar. Y así fue. Quien viviera con intensidad y con la fuerza espiritual, falleció y dejó un legado de lucha, de sacrificio y de actitud.

Mariel, su hermana, luce un tatuaje de Din Grogu o Baby Yoda, personaje de Star Wars. Siempre compararon a Carlos con él por su intelectualidad y filosofía y porque andaba sobre una cunita en la que volaba.

Carlos voló alto en vida y ahora hacia la eternidad. El dibujo quedó impregnado en la piel de su hermana, aunque en el corazón, siempre estuvo y estará, para esa familia que dio todo y más por ese niño y ese joven que nunca perdió su sonrisa.

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