Abelardo Morales Gamboa
La elección del Papa León XIV es un buen signo en estos tiempos tan turbulentos y opacos. En sus primeros días ha mostrado, con un poco moderación en cuanto a formas y contenido, ser un continuador de las principales líneas de su antecesor el Papa Francisco.
Es además muy significativo que, aunque no haya nacido en nuestro subcontinente, al asumir el papado diera muestras de su cercanía con nuestros pueblos, con la población de su diócesis en Chiclayo, Perú, el país que vio nacer la teología de los pobres y la teología de la liberación. El papa es heredero de esa nueva tradición pastoral.
La experiencia del obispo Robert Francis Prevost, hoy León XIV, es uno de los tantos grandes testimonios del surgimiento y vigencia aún en nuestros días de una arraigada tradición de la religiosidad popular latinoamericana en la que la fe y el compromiso social han venido caminando de la mano con los más pobres, los habitantes de las periferias del mundo como los llamara Francisco.
La continuidad con este último, entonces, tiene el sello de esa pertenencia geográfica, además de una perspectiva pastoral que coloca la lectura de los evangelios al tenor de la historia, centrada en una visión de justicia y una perspectiva de esperanza.
Pero también podemos encontrar cierta continuidad entre este proceso que condujo al papado de León XIV y la historia de la Universidad Nacional. Gracias a la apertura de su fundador, el P. Benjamín Núñez, esta casa de estudios acogió apenas en su fundación a parte importante de la generación de los teólogos y sacerdotes que impulsaron la teología crítica en América Latina. Es una gran pérdida que esa marca se acabe de borrar.
Eso sí, no olvido las palabras de emoción con las que, meses antes de su muerte, Pablo Richard, de los fundadores de la teología de la liberación y exprofesor de nuestra universidad, me comentó sobre la alegría que le produjo haber vuelto a poner los pies en la Escuela de Ciencias Ecuménicas de la Religión, gracias a una generosa invitación que le hicieron en aquel momento sus autoridades académicas. Sin duda hay huellas que se marcaron fuerte.
La lista de figuras de esa generación de teólogos e intelectuales críticos que contribuyeron al desarrollo de nuestra universidad puede ser interminable y sirvieron en diversas carreras. Con ellos mantenemos siempre una gran deuda. Esas deudas no se pagan bien solo con flores, o placas, ni con actos formales. Deberíamos retomar sus trazas intelectuales, éticas y políticas, su tenaz compromiso con un proyecto de universidad diferente.