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Ocho historias, un mismo propósito

Los mejores promedios del examen de admisión de la Universidad Nacional (UNA) del 2026 provienen de distintos y distantes lugares, pero sus logros nacen del mismo impulso: esa mezcla de disciplina, sueños y valentía que empuja a la juventud a creer que sí es posible. Desde territorios indígenas y comunidades rurales hasta cantones costeros y ciudades densas, sus historias construyen un retrato emocional de lo que significa superarse.

En La Puebla de México de Upala, José Adrián Morales Reyes recuerda una infancia marcada por desafíos inesperados. “Aprender a valerme por mí mismo” no fue una frase, sino una realidad diaria. En medio de esas pruebas, la música se convirtió en refugio y motor: tocar en la  banda del colegio, formar parte de una agrupación de música tropical, escribir partituras que su profesor Marlon Vásquez le pedía aun cuando parecían imposibles, y sentir cómo cada nota afinaba no solo su talento, sino su carácter. El Liceo Las Delicias, un lugar pequeño, le dio familia, un lugar donde la educación no solo enseñaba contenido, sino valores que lo sostuvieron hasta el día en que vio su puntaje alto en pantalla y supo que tanto esfuerzo ya estaba cambiando su vida.

Muy lejos de ahí, en el territorio indígena Ujarrás, Arick Abraham Vindas Ríos creció viendo a su madre luchar por él. Su niñez transcurrió entre montaña, silencio y animales, un entorno que le enseñó a observar y respetar la vida en cada forma. Mientras resolvía exámenes de años anteriores, hacía resúmenes y seguía videosen Youtube para estudiar, soñaba con aportar algo que protegiera aquel lugar que tanto significaba para él. Al ver la nota de 900 en la pantalla, se quedó quieto; respiró profundo. Su corazón sabía que ese número no solo era suyo, sino de una comunidad entera que lo empujó a creer.

En Nimarí Ñak, en Chirripó, Caleb Calderón Granados creció rodeado de una naturaleza que cada amanecer le traía una serenidad que lo ha acompañado siempre. Su maestro de primaria fue el primero en decirle: “Vos podés”. Su familia lo acompañó en cada práctica, en cada duda, en cada tarde de estudio. El día del examen, la incertidumbre lo invadió; aun así, siguió adelante. Cuando abrió la plataforma estaba sentado junto a sus padres, vio su nota y sintió que el pecho se le llenaba de una alegría que no sabía cómo explicar. Su sueño hoy es simple y grande: aprender inglés para hablar con el mundo que quiere conocer.

En un lugar fuera del gran área metropolitana, en  Gravilias de Acosta, los recuerdos de Deylin Masís Chinchilla se mezclan con risas, amistades y la voz de su maestro de primer grado, quien la animó desde que abrió el primer cuaderno hasta el último trabajo del colegio. La constancia, dice ella, no se improvisa; se aprende desde niña, con metas claras y disciplina que se construye paso a paso. Cuando vio su resultado, pensó que había un error: a veces los sueños sorprenden incluso a quienes más luchan por ellos. Desde que era niña  siempre anheló estudiar medicina, pero ahora está valorando qué carrera estudiar.

 Siempre fuera de la GAM, en Orotina de Alajuela, la historia de Bradly Steve Valverde Berrocal está hecha de contrastes: un hogar lleno de amor, pero también de dificultades económicas y cicatrices emocionales tras la separación de sus padres. Su hermano se convirtió en faro académico y en ejemplo de superación. Prepararse para el examen fue un acto de fe, especialmente cuando una enfermedad lo debilitó días antes de la prueba. La mañana que vio su nota, todavía con el sabor del café y el miedo reciente, se quedó helado: era real, lo logró. Su mamá y su hermano y una persona especial, dice, son la razón por la que nunca se rindió.

Desde Quepos, Angelina Lazzara Chaves creció rodeada en el seno de una familia amplia, bulliciosa y amorosa que siempre celebró sus esfuerzos. Su tía Gladys, su segunda madre, la acompañó en cada etapa escolar, en cada duda, en cada sueño. Aunque aún busca su camino profesional, tiene claro que la educación la ayudó a convertirse en la persona que siempre quiso ser. Al ver su resultado, en casa de unos amigos,  sintió una mezcla de  incredibilidad, orgullo, y esperanza.

 En Heredia, Gustavo Sandí Marchena vivió una infancia tranquila, tejida con conversaciones familiares y el respaldo constante de sus padres. En secundaria descubrió que las matemáticas no eran solo números, sino el mundo donde se sentía pleno. En el Liceo Regional de Flores encontró amistades, retos y un ambiente que lo impulsó a crecer. Recibir su nota fue un instante breve, pero intenso: sorpresa, orgullo, y la convicción de que la ciencia será su ruta para aportar al país.

Sebastián Madrigal Umaña también forma parte de este grupo excepcional. Su historia está marcada por la perseverancia silenciosa, el apoyo familiar y una determinación que se forjó desde muy pequeño. Su infancia estuvo acompañada de su familia, quienes siempre le recordaron que el estudio era un camino para abrir puertas, incluso cuando las circunstancias parecían desafiantes. Sebastián aprendió pronto que, en su caso, la disciplina es incompatible con el ruido: a veces es sentarse a estudiar cuando otros descansan, levantarse después de un mal día o seguir adelante aunque el cansancio pese más que las ganas.

En su ruta hacia el examen convivieron la ilusión y la duda, hubo noches largas, repasos constantes, conversaciones con su familia que lo devolvían a la calma y momentos en que él mismo tuvo que recordarse por qué quería superarse. El día de la prueba llegó con ese vértigo que solo sienten quienes sueñan en grande. Y cuando finalmente vio la nota, la emoción no fue solo suya: fue también de quienes caminaron a su lado en cada etapa.

 Estas ocho vidas demuestran que los sueños no suceden de forma secuencial, ni están reservados para un área geográfica; a veces empiezan en pueblos pequeños, entre montañas, en aulas que apenas alcanzan o en hogares donde el amor suple lo que falta. Lo que sí comparten estos futuros universitarios es la certeza de que las metas se construyen con perseverancia y autoconfianza. 

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